Si alguien quería saber algo sobre cualquier tema tenía que acercarse a los libros y periódicos, a los profesores y profesoras, a ver si obtenía alguna respuesta, porque el internet no existía y por ende el acceso a la información como la concebimos hoy en día era nula. Hubo muchos vacíos en cuanto al conocimiento detallado de todo lo que no era el estándar educativo universitario del momento, por lo que ella debió buscar mucho para apenas encontrar unas tres líneas que muy poco decían de lo que ya era su inclinación y su pasión.
En las rondas de preguntas en las que la muchachada del liceo que estaba a punto de graduarse y que respondían con más dudas que esperanzas, al tocar el turno de Rosalva, ella respondió claro y fuerte ante la clásica interrogante sobre qué iba a estudiar en la universidad: “Voy a estudiar Biología”, y no es de dudar que todos sus compañeros y la profesora se sorprendieron. Igualmente, la señora Rosa Petit –su mamá–, al enterarse de la elección de su hija, le dijo: “Qué bueno, hija, para que des clases en el liceo del pueblo”, pero Rosalva la desengañó de inmediato: “No, mamá, yo no quiero ser profesora, yo quiero ser bióloga en ciencia e investigación”, afirmación que nada aportó en eso de calmar las dudas maternas.
Por su parte, su papá, Salvador Rodríguez, un obrero de carácter y determinación que se dedicó a cuidar a la familia con mucho trabajo y dedicación, le había dicho que no importaba qué iba a estudiar pero que estudiara algo, y para ello aseguró unos ahorros suficientes para que pudiera formarse en La Universidad del Zulia (LUZ).
Proveniente de una familia numerosa (veinte tíos y tías e imaginarán la cantidad de primos y primas), ella afirma que tuvo una infancia feliz. No existían tablets o teléfonos inteligentes que superaran la felicidad de ensayar durante meses para levantarse una vez al año a las 4:00 am, para cantar los aguinaldos navideños con el grupo familiar –en principio– “Voces Navideñas” en la plaza del pueblo, tradición que se mantuvo hasta varios años después de que le tocara cambiar de panorama y radicarse en Maracaibo para iniciar sus estudios de Biología.
Como todo cambio de este tipo, o sea, salir de un entorno lleno de una familia amorosa y cálida rumbo a una ciudad que no se muestra fácil para adaptarse, en 1990, con apenas 16 años, llegó a la Facultad Experimental de Ciencias de LUZ para estudiar la carrera que la sedujo desde niña y con la que tenía una relación de correspondencia y claridad automática. No necesitó quemarse las pestañas: “Yo nunca, ni en bachillerato, tuve problemas con la biología; leía treinta páginas y lo entendía todo, y volvía a leer treinta páginas más y todo era muy claro para mí”. De no haber sido por un paro universitario que la retrasó por un año se hubiera graduado en los cinco años que requiere el periodo de formación de pregrado.
En el año 1996, ya terminadas las materias, comenzó a indagar en la misma universidad sobre dónde podía hacer la tesis, pero sin éxito. Ya había escuchado sobre el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), así que un día, con las ganas y la fuerza que tenía para comerse el mundo, tomó una maleta, algo de dinero y se montó en un autobús para Caracas con la firme intención de buscar la manera de concluir sus estudios de pregrado. “Yo soy una pueblerina, me encanta ser pueblerina”, afirma desde la alegría de los recuerdos.
Desorientada, llegó hasta la alcabala de entrada del IVIC, donde afortunadamente fue atendida con mucha comprensión por el personal de seguridad, quien la guio hasta donde ella quería ir, el Departamento de Microbiología Celular, para ese momento a cargo del doctor Howard Takiff, quien la recibió sin aprobarle la tesis de una vez, sino que le dio la oportunidad de pertenecer a un equipo de estudiantes que realizaban pasantías en el estudio de la resistencia bacteriana de la tuberculosis. Finalmente estaba donde siempre soñó, en un lugar donde se introducía en el mundo de la biología como ciencia y en las tareas de investigación. Después de las pasantías, hizo su tesis en esta misma área y finalmente se graduó un año después.
Convertirse en parte del equipo del IVIC significó para Rosalva la experiencia más importante de su vida: “Cuando entré a estudiar Biología, me enamoré definitivamente de la ciencia; la ciencia es mi amor, es mi vida y no creo que pueda hacer cualquier otra cosa porque todo lo demás me parece aburrido”, afirma. Con la decisión y motivación que siempre la ha llevado por la vida, realizó su doctorado también en el área de investigación de la microbiología en el año 2009, y recibió su título con su hijo menor (tiene dos) de apenas cuarenta días de nacido.
Universidad Nacional de las Ciencias: un nuevo reto
Después de haber concluido el doctorado, pasó a trabajar en el Centro de Biología Estructural que se encontraba en ese momento bajo la dirección de científico Raúl Padrón, hasta que pasados unos años le hicieron una propuesta que aceptó de inmediato: “Cuando me propusieron el proyecto de la UNC (Universidad Nacional de las Ciencias) me sentí feliz porque en este caso trabajaremos no solo desde la investigación, sino en la aplicación de los conocimientos con los estudiantes. Yo me metí a trabajar de lleno con este proyecto que para mí representa un salto importante, además de que estoy convencida que esto va a funcionar”, afirma muy entusiasmada.
Pero bajo las vueltas caprichosas del destino, a pesar de que siempre estuvo convencida de no querer ser docente, la vida la llevó a que cumpliera ese rol mucho antes del momento en el cual se impulsa su nuevo y a la vez antiguo oficio en la nueva universidad. En el IVIC también atendió a muchos pasantes, dictó clases a estudiantes de posgrado y durante la pandemia asumió el profesorado en el área de ciencias en el liceo de sus hijos, porque no había nadie que se encargara: “No he hecho más en mi vida que ser docente”, admite y se ríe con ganas.
Ante la pregunta sobre cómo concibe el futuro de esta iniciativa universitaria inédita en Venezuela, respondió: “Fíjate que yo quisiera que a la vuelta de cinco años, podamos tener nuestra primera promoción, y en unos diez años ya tener profesionales que estén dando frutos en el trabajo de investigación, no importa sin son grandes o pequeñas investigaciones. Necesitamos estudiantes felices que desarrollen proyectos, que estén en busca de sueños; es más, me conformaría con un solo estudiante que me diga que aprendió algo y que quiere hacer cosas nuevas”.
Muy pronto se iniciarán las actividades académicas de esta universidad revolucionaria y Rosalva Rodríguez tiene la experiencia necesaria para ofrecer toda sus conocimientos a los nuevos y nuevas estudiantes. Desde su pasión se propone lograr que germine en ellos ese amor profundo y total que ella siente por ese espacio de las ciencias, que asumió como su amor y su carrera de vida.
La Inventadera / Alejandro Silva Guevara / Fotos Abraxas Iribarren

